Lunes, al fin.


























Tuve un fin de semana con mi familia completa.

Ya no tuve que pedirle ayuda a ningún desconocido con la carriola.

Estoy acabada, como si hubiese corrido un maratón.
(El recorrido de hecho, fue parecido al del maratón)

Lo empezamos el sábado a las 10 de la mañana.
Caminamos a la 9 y después estuvimos recorriendo hacia el Norte. Acabamos comiendo dumplings en la 56 y caminando por 5ª Avenida hacia el Sur.
Aterrizamos en casa el sábado a las 8 y media.
Ahí nos esperaba una saga nocturna algo complicada.
Baños. Mamilas, lectura de Charlie & Lola y sesión de llantos.

Pláticas madrugadoras de Diego para amanecer el domingo.

(Madrugadoras del tipo hijosdemihermano. Es un castigo).
Angustia de casa patas arriba y falta de café. Resolvimos ambas y después nos fuimos a una fiesta en la 95 y Lexington. Desde ahí cruzamos hacia el Oeste por Central Park. Acabamos en Colombus y la 85 y bajamos hasta Magnolia Bakery en la 70 (fuimos por los cupcakes de Juliana, su highlight del weekend), y después cogimos el metro en la 66. En la 18 y 7ª nos bajamos del metro y caminamos hacia el Este, para llegar a comer a la 16 y Union Square. Después buscamos la formula de Diego en 3 farmacias camino a casa y finalmente llegamos a las 8 de la noche.

Baños, mamilas, lecturas y rezos.
Todo rápido para poder ver los Oscares.
Y antes de llegar lo bueno, ya me había quedado dormida en el sillón.

No sé cuantas veces me habré agachado entre sábado y domingo. Cuántas veces habré cargado la carriola de la parte trasera, para entrar y salir del metro.
Vestirlos, alimentarlos, darles lo que se les cae, cambiarlos, ponerlos a dormir, ver que no se peguen, arrullarlos cuando están cansados, consentirlos cada vez que se caen al suelo (Juliana se cae seguido).

Peinados, lavadas de dientes, mamá tengo sed, mamá quiero leche, mamá quiero un postre, mamá no quiero verduras, mamá cuánto falta para llegar, mamá ya no quiero caminar, papá cárgame, papá hay que botar la pelota (juego largo y doloroso), ahora voy a correr y me dices stop, mamá ya no quiero correr nunca en la vida.

Y el otro aunque sólo balbucea, también da mucha lata.


Ser mamá es el trabajo más duro que existe.
Es trabajo de fuerza, de aguante, de resistencia.

No hay manera de durar limpia, los jeans se van aflojando por segundos y después de la 7ª agachada pasan de ser slim fit a boyfriend jeans.
El pelo tiene que estar forzosamente en una coleta para que no te lo tiren a jalones, no puedes llevar arracadas y algunos collares son muy peligrosos.
Para el fin de semana con los niños hay que sacar ropa que no pese, la chamarra más ligera, nada de accesorios pues las bufandas acaban siempre trapeando el piso, usar zapatos cómodos y sobre todo respirar hondo porque te espera un trabajo de minero.

Y hay toda una parte maravillosa lo sé, y también sé que la recompensa más grande del mundo es verlos felices, pero de que es una chinga máxima, es una re-chinga.

Sólo quiero decir que las mamás que se dedican a cuidar a sus hijos de tiempo completo y sin ayuda, son las mujeres más capaces que deben existir.
Y puedo decir con certeza que después de esa labor, no hay nada que no puedan enfrentar.
Pueden manejar un tractor en vez de una camioneta.
Así de fuertes son.

Y yo.
Aquí estoy en la oficina.

Extrañando a los niños después del intensivo.
Pero contenta de poder escaparme a la yoga y comer sola con mi marido.

Balance.
Algo de balance.

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